Redacción: José Sahagún

El cambio climático dejó de ser una amenaza distante: hoy está afectando la vida cotidiana en formas que muchas personas perciben sin identificar su origen. Aumentos de temperatura, eventos climáticos extremos y variaciones de clima ya inciden en la salud, la economía, el bienestar emocional y los espacios urbanos.
Una de las consecuencias más palpables es el incremento en enfermedades relacionadas con olas de calor, como golpes de calor, deshidratación y problemas cardiovasculares. Además, enfermedades transmitidas por insectos —como dengue o malaria— están apareciendo en regiones donde antes no se veían, debido a los cambios en temperatura y patrones de humedad.
En lo económico, la subida de precios de alimentos es ya una realidad: las sequías, las inundaciones y otros fenómenos extremos impactan la producción agrícola, reduciendo cosechas y encareciendo lo que llega al mercado. También, los servicios de energía se resienten: zonas urbanas densamente edificadas lidian con el efecto de isla de calor, lo que eleva el consumo eléctrico por aire acondicionado y hace que vivir en algunas áreas sea más caro.
El bienestar emocional es otro frente de impacto. El malestar por temperaturas extremas, la incertidumbre por fenómenos climáticos, los desastres naturales frecuentes y la sensación de que “hacemos poco para cambiarlo” tienen consecuencias psicológicas. Hay sentimientos de ansiedad, estrés climático y, en ocasiones, evasión o apatía cuando el problema se siente lejano o inabarcable.
En las ciudades, el cambio climático se observa también en el aumento de días extremadamente calurosos, el deterioro de la calidad del aire, inundaciones repentinas, cortes de suministro de agua o energía, entre otros. Sin embargo, muchas veces esos efectos se naturalizan, se aceptan como parte del “clima normal” y no se asocian con el cambio climático, lo que retrasa la acción comunitaria o gubernamental.
El reto va más allá de reconocer los síntomas: es urgente transformar esa percepción en acciones, políticas públicas efectivas y responsabilidad individual. La adaptación y la mitigación son indispensables para reducir los daños que ya se viven, sobre todo en las poblaciones más vulnerables.