Cultura Impar
José Manuel Rueda Smithers
Y le teme porque la cultura educa para la libertad.
Y sin libertad, lo que queda es obediencia, miedo… y silencio.
Anónimo
El autoritarismo no solo se impone con fuerza: también se inocula con ignorancia. No es casual que todo régimen autoritario, en cuanto puede hacerlo, limita, controla o desfigura la cultura. Lo hace porque sabe que la cultura auténtica -la que forma criterio, abre preguntas, cuestiona dogmas y genera comunidad crítica- es un riesgo para quien no quiere rendir cuentas.
En Estados Unidos, por ejemplo, la censura no siempre viene del Estado, pero sí desde espacios de poder ultraconservador que promueven la prohibición de libros, persiguen y acusan de adoctrinamiento cualquier intento de mostrar realidades diversas. En algunos estados, obras clásicas de autores afroamericanos o con temáticas LGBT+ han sido eliminadas del currículo escolar. No pretenden formar mejores ciudadanos, sino moldear súbditos obedientes a una visión única de lo que “debe ser” América.
En Rusia, el caso es más brutal y directo. Han cerrado medios independientes, perseguido a intelectuales y colocado bajo control estatal museos, universidades y teatros. Cualquier expresión artística que cuestione al régimen o muestre los horrores de la guerra en Ucrania es calificada se considera como traición. La cultura libre no cabe en el modelo ruso actual, porque una ciudadanía ilustrada podría rechazar la narrativa patriótica que justifica la represión y la violencia.
México no está exento. Aunque vivimos en una democracia formal, la tendencia es descalificar a científicos, periodistas, artistas y académicos, tildándolos de “conservadores”, “fifís” o “enemigos del pueblo” si no aplauden al poder. Se han reducido fondos a instituciones y se estigmatiza la educación superior autónoma, mientras se alimenta una narrativa donde el saber libre se ve como amenaza. El populismo necesita mantener al pueblo informado solo por la voz oficial, y eso no es cultura: es propaganda.
En varios países de América Latina -ayer bajo dictaduras militares, hoy bajo populismos de izquierda o derecha- el fenómeno se repite. El autoritarismo baila en plazas, pero quema libros en las sombras. Se exalta una cultura decorativa, folclorizada, útil para el acto oficial, incapaz de cuestionar. Se marginan las voces que piensan distinto y se fabrican relatos heroicos para encubrir la desigualdad o el saqueo.
Y se abre una arista más grave: la relación entre autoritarismo, incultura, corrupción y crimen organizado. El poder que no rinde cuentas y desprecia el conocimiento. También suele corromperse sin vergüenza. Cuando el autoritarismo debilita los contrapesos institucionales -como la prensa libre, los tribunales independientes o los organismos ciudadanos-, la corrupción se vuelve inevitable.
Esa corrupción ya no es solo administrativa, sino criminal. El poder se alía con grupos delincuenciales para financiar campañas, controlar territorios o desaparecer adversarios incómodos. Se tiende una red mafiosa que funciona desde dentro del Estado.
En Venezuela, en Nicaragua, en Honduras o El Salvador, el autoritarismo ha incubado sistemas donde los intereses del poder político y el crimen organizado a menudo se entrelazan. Y todo esto es posible porque el discurso oficial, sostenido por una cultura manipulada o ausente, presenta esta realidad como inevitable… o simplemente la oculta.
La incultura no es solo falta de títulos académicos: es desconocer el contexto, creer en relatos simplistas, aceptar la mentira como la verdad del líder. La historia comienza con el actual gobernante y los libros deben decir lo que conviene. Es no saber cómo funciona la democracia, y no saber cómo se le está destruyendo.
Por eso, la cultura impar -la que incomoda, disiente, propone, revela- es enemiga natural del autoritarismo. Donde hay ciudadanía informada, memoria histórica, arte crítico y pensamiento libre, los abusos no prosperan con facilidad.
El autoritarismo teme a la cultura y la ataca.