Redacción: Amairany Ramírez
Históricamente, el sector de la construcción ha sido señalado como uno de los principales responsables de la crisis climática debido a las altas emisiones generadas en la fabricación de sus materiales. Sin embargo, una investigación reciente del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) ha dado un giro radical a esta narrativa al descubrir que las infraestructuras urbanas poseen una capacidad natural y “secreta” para absorber dióxido de carbono (CO₂) del aire. Este fenómeno, conocido como carbonatación, permite que el material devuelva a la tierra parte de la huella ambiental que generó en su origen.
El equipo de científicos, encabezado por los investigadores Hessam AzariJafari y Randolph Kirchain, logró realizar la primera medición precisa a nivel nacional sobre este proceso de captura. A diferencia de los inventarios climáticos tradicionales, que suelen utilizar estimaciones simplistas y genéricas, este nuevo modelo analizó cientos de arquetipos de edificios y la geometría real de las calles.
Los resultados obtenidos son asombrosos: solo en los Estados Unidos, el cemento utilizado en edificios y carreteras logra absorber más de 6,5 millones de toneladas de CO₂ anualmente. Esta cifra representa aproximadamente el 13% de las emisiones totales producidas por la industria cementera de ese país. No obstante, el caso de México resulta todavía más revelador para los expertos en sostenibilidad.
A pesar de que México utiliza cerca de la mitad de cemento que su vecino del norte consigue capturar tres cuartas partes de la cantidad de carbono que absorbe Estados Unidos. Según el estudio, las ciudades mexicanas retiran de la atmósfera unas 5 millones de toneladas de CO₂ al año, lo que equivale a compensar el 25% de las emisiones anuales de su propia industria del cemento.
La razón de esta eficiencia radica en las tradiciones constructivas locales. En México, es común el uso de morteros más porosos y la práctica de mezclar el material directamente en la obra, lo que genera estructuras que “respiran” mejor y aceleran la reacción química necesaria para atrapar el gas contaminante. Factores como el clima, el diseño de la vivienda y la ausencia de ciertos recubrimientos influyen directamente en que un edificio pueda absorber hasta cinco veces más carbono que otro similar en la misma ciudad.
A pesar de los beneficios ambientales, el MIT advierte que fomentar la carbonatación de forma indiscriminada puede ser un arma de doble filo. Cuando el aire penetra en el concreto para depositar el carbono, también puede aumentar el riesgo de corrosión en el acero que refuerza las estructuras, comprometiendo su durabilidad a largo plazo.
Para solucionar este dilema, los especialistas sugieren nuevas estrategias de arquitectura inteligente. Entre las propuestas destacan el uso de diseños estructurales tipo “waffle”, la elección de mezclas menos densas y, curiosamente, evitar el uso masivo de pinturas o selladores que bloquean el contacto del material con el aire.
Este hallazgo no solo cambia la forma en que construimos, sino también cómo medimos el impacto ambiental. Los investigadores insisten en que los gobiernos deben actualizar sus sistemas de reporte para que el cemento deje de ser visto únicamente como un emisor y empiece a considerarse una herramienta estratégica en la hoja de ruta hacia la descarbonización global.
En definitiva, nuestras ciudades funcionan como una esponja gigante que, aunque fue creada mediante procesos industriales pesados, tiene la capacidad de sanar parte del daño ambiental simplemente existiendo y permaneciendo expuesta al cielo.














