Redacción: Raquel García
El ruido en la CDMX supera los 100 decibeles, doblando el máximo de la OMS. Es una crisis de salud pública que causa insomnio, estrés y riesgo cardiovascular.
El ruido excesivo en la Ciudad de México ha dejado de ser un simple inconveniente urbano para convertirse en uno de los principales desafíos ambientales y de salud pública de la capital. A diario, más de diez millones de habitantes se ven expuestos a niveles sonoros superiores a los 100 decibeles en zonas de tráfico intenso, avenidas principales y puntos neurálgicos de transporte y comercio, cifra que supera ampliamente el máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud, situado en 55 decibeles para espacios urbanos habitados.
Esta exposición crónica, que también rebasa los límites legales establecidos en la normatividad nacional, tiene un impacto multifactorial: insomnio, estrés, irritabilidad, dificultad de concentración, así como un incremento del riesgo de enfermedades cardiovasculares y trastornos metabólicos. Los estudios más recientes señalan que entre enero de 2020 y abril de 2025, la Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT) recibió cerca de 6 mil denuncias por contaminación acústica, concentradas en alcaldías como Iztapalapa, Coyoacán y Benito Juárez, donde las fuentes principales son el tráfico vehicular, obras públicas, transporte colectivo, equipos de sonido, fiestas, mascotas y establecimientos comerciales.
Desde el enfoque ambientalista, la contaminación por ruido es inseparable de los otros problemas atmosféricos que afectan a la urbe: contribuye a la alteración de ecosistemas urbanos, altera el comportamiento de aves y mamíferos en parques y reservas, y acelera el desgaste físico de infraestructuras. El exceso de sonido también tiene efectos negativos sobre el bienestar social, pues limita el uso de espacios públicos e incide en la percepción de seguridad y calidad de vida.
Ante este panorama, legisladores de la Ciudad de México han propuesto la creación de una Ley de Control de Ruido, que declararía la contaminación acústica como un problema prioritario de salud pública y establecería límites más estrictos, mapas sonoros urbanos, clasificación rigurosa de fuentes y sanciones para los infractores. Además, se sugiere la integración de metas de reducción progresiva y promoción de tecnologías insonorizantes y de movilidad menos invasiva, con el fin de proteger tanto la salud humana como la biodiversidad urbana.
La crisis de ruido exige acción interinstitucional, campañas educativas y participación ciudadana en el diagnóstico y monitoreo de espacios sensibles. Si el reto ambiental de los capitalinos hoy es respirar aire limpio, el derecho al silencio o al menos a un entorno acústico saludable, debe incorporarse como nuevo eje ambiental, para procurar ciudades más resilientes, justas y aptas para descansar y convivir sin daños colaterales provocados por el exceso de decibelios.

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