FUENTE: EL PAÍS
Brilla el sol en Berlín. Más jóvenes y ancianos que de costumbre pedalean entre coches y tranvías. Entre ellos, un abogado rubio y alto con bufanda y mochila. Se llama Christian Schliemann-Radbruch y llega puntual a su oficina para asistir a una reunión a la que no está invitado. Le esperan otra decena abogadas y especialistas en cooperación internacional, agroecología y derechos humanos, en mesas colocadas en U alrededor de una gran televisión, como si estuvieran a punto de ver la final de la Champions. Hay comida y bebida, banderas y pancartas, pareciera que en cualquier momento la alineación del Bayer Leverkusen saltará al césped. No es lo que va a ocurrir, pero casi.
En pocos minutos arrancará la cita más esperada del año para accionistas de medio mundo. Se trata de la asamblea anual de una de las corporaciones farmacéuticas y alimentarias más grandes que existen, Bayer AC, de la que el club de fútbol de Leverkusen tomó el nombre cuando fue fundado por sus trabajadores en 1904. La reunión de accionistas no pinta bien.
En 2016, Bayer amplió su negocio de plaguicidas y semillas transgénicas con la compra de Monsanto, una de las dos principales empresas estadounidenses de semillas transgénicas y plaguicidas. Se suponía que ampliar su participación en el mundo agrícola daría más dividendos. Pero algo no fue como esperaban y acumulan miles de demandas en Estados Unidos y otros países por el uso de un agrotóxico perjudicial para la salud, el glifosato. Ahora, en 2024, Bayer está en plena crisis: cambio de directiva, bajada histórica de sus acciones, amenazas de despidos masivos… “Parece que no funcionó tan bien porque hay tantos juicios, particularmente en los Estados Unidos actualmente, que están ya en una situación bastante difícil en términos financieros. Por causa de esos juicios y por causa también, creo, de la percepción que la empresa tiene en Alemania, que ha cambiado con la fusión con Monsanto”, explica a América Futura Shliemann, consejero legal del European Center for Constitutional and Human Rights.
Shliemann y los demás especialistas están reunidos en la sede central de esta ONG para asistir a la asamblea de forma virtual, -desde la pandemia, Bayer no reúne a sus accionistas físicamente-. En la sala con mesas en U, todos están atentos y algo nerviosos porque, aunque la empresa no lo desee, en breve, tres de estas personas harán algo inesperado. Primero hablan en la pantalla los ejecutivos sobre su gestión. Después los accionistas que adulan a los gestores. Solo algunos dudan tímidamente del devenir de la empresa. El nuevo CEO estadounidense de esta compañía alemana, Bill Anderson, destaca su reciente gestión y promete mejoras. Se suman los balances, las estadísticas, las promesas y, de pronto, alguien sin traje ni corbata toma la palabra.
Es Sarah Schneider y no tiene una sola acción de Bayer. Sin embargo, es una de las personas que más saben de las actividades agrícolas de la empresa. Es su especialidad junto a la agricultura familiar y la agroecología en la ONG Misereror, la obra social de la Iglesia católica alemana, donde trabaja hace una década: “Residentes que conviven con mucha cercanía a un cultivo de soja durante mucho tiempo fueron expuestos a las fumigaciones. Y pudo ser corroborado que se fumigó en esa zona con glifosato, un producto vendido por Bayer-Monsanto, que es el herbicida que está en el foco de muchas denuncias en Estados Unidos”, dice Schneider a la audiencia virtual de cámaras apagadas y a los nuevos ejecutivos estadounidenses de la multinacional.
Ella les cuenta la historia de Silvino Talavera, un niño paraguayo de 11 años, que volvía a su casa en bicicleta cuando fue completamente bañado en glifosato por un tractor que estaba fumigando soja transgénica. Le picaban mucho los ojos cuando llegó a su casa. Necesitó acostarse, no podía comer. Empezó a vomitar y a tener diarrea. Su madre también enfermó, así como sus hermanos mayores e incluso la pequeña, de dos años. Cinco días después, Silvino quedó paralizado y le sangraba la nariz sin explicación. De camino al hospital más cercano sufrió dos infartos y murió.
Las pruebas de laboratorio de sus muestras de sangre demostraron que murió intoxicado. Tenía en su cuerpo un compuesto de cipermetrina y glifosato, sustancias usadas en los cultivos transgénicos para controlar la proliferación de otras plantas, plagas de hongos e insectos. La cipermetrina se usa como insecticida. El glifosato lleva el nombre comercial de Round Up, producto estrella de Monsanto, por el cual ahora Bayer enfrenta las demandas en casi todas partes. En Paraguay, donde ocurrió este suceso en 2003, se conoce más como “mata todo”.
“Bayer es una empresa con grandes fortalezas y grandes desafíos. 2023 los puso de manifiesto en términos bastante claros. Tenemos un plan para aprovechar las fortalezas y abordar los desafíos. Estamos totalmente centrados en cumplirlos y seremos transparentes sobre el progreso que veamos a lo largo del camino”, anunció en aquella junta su gerente general, Bill Anderson.
Una escena que se repite cada vez más
Escenas como esta de activistas y defensores de derechos humanos que intervienen en este tipo de asambleas para contar historias que les importan no solo ocurren en Berlín. En mayo, solo unas semanas más tarde, en la Junta de Accionistas de Repsol en Madrid sucedió algo similar. “Mi nombre es Celia y estoy aquí porque una persona con una acción me ha cedido su invitación. Tengo 25 años y soy activista voluntaria de Greenpeace”.
Mientras pronuncia la última palabra, un murmullo recorre la gran sala de paredes y mesas blancas donde los ejecutivos hablan a los accionistas. Después se forma un griterío que apenas le deja hablar. Pero sigue. Celia habla al micrófono desde un pequeño púlpito frente a los dueños de una de las empresas de hidrocarburos más importantes del mundo y responsable del 62% de las emisiones de gases de efecto invernadero de todas las empresas del IBEX35, según el Observatorio de Sostenibilidad de España.
“No comprendo su necesidad de seguir acaparando más y más riqueza a costa de la gente que sufre pobreza energética y desastres naturales. No comprendo sus ganas de seguir expoliando recursos naturales mientras condenan al clima y la biodiversidad a entrar en territorio desconocido. Tampoco comprendo por qué celebran el extractivismo de este negocio tan letal que se cobra la salud y la vida de millones de personas”, añade la activista de Greenpeace. Silencio.
Con el bolígrafo en la mano apuntando a Celia toma la palabra el consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, que responde indignado. Su respuesta se volverá viral. Un directivo de la, según Greenpeace, empresa más contaminante de España, acusa a los activistas ecologistas de ser ellos “los responsables mayores en estos momentos del incremento de las emisiones de CO2 en el mundo”.
El presidente de Repsol, Antonio Brufau, respondió ese mismo día: “En esta casa no somos ni retardistas, ni negacionistas. Todo lo contrario. Somos absolutos activistas en la lucha contra el cambio climático y lo demostramos cada día con todo lo que estamos haciendo desde una óptica industrial para convertir la industria, en este caso la de Repsol, en una industria muy descarbonizada”.
Un año antes, en una junta de accionistas de Endesa, una de las tres grandes compañías del sector eléctrico en España —que en 2021 fue la segunda empresa que emitió más toneladas equivalentes de CO2 en España— se vivió una escena similar. “Buenos días, mi nombre es Natalia García. Soy delegada de la asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía y me dirijo a esta junta de accionistas gracias a la cesión del derecho a intervenir que nos otorga la Fundación Finanzas Éticas”, dijo esta mujer al micrófono ante un batallón de señores en traje y corbata.
Saca un papel y lee en voz alta: “El Consejo de Administración de la compañía sigue sin abordar un tema que debe preocupar a todos los accionistas por su gran impacto social. Los cortes de luz en los hogares de muchas familias usuarias, sujetas a la distribución del Grupo Endesa. Tras años denunciando esta situación sin ningún avance, hemos cambiado la estrategia y, quienes estamos directamente afectadas, nos dirigimos a ustedes para que entiendan de primera mano el daño que la compañía está causando”.
En la misma junta, uno de los directivos respondió que la empresa prevé que un 24% de una inversión de 2.600 millones de euros entre 2023 y 2025 se destine a “mejorar la calidad y resiliencia” del servicio. “Desde Endesa podemos asegurar que la red de distribución está adecuadamente dimensionada para atender el consumo de los clientes conectados (…) El desarrollo de la red eléctrica ha venido siendo un pilar fundamental de la estrategia de Endesa. En paralelo con la aceleración del ritmo de implantación de energías renovables a nivel nacional, y el mayor grado de electrificación de la demanda”, detalló el ejecutivo.
Las tres intervenciones tienen en común que cuando terminan no hay aplausos en la sala. Los accionistas responden con silencio e indiferencia. Pero fuera es distinto. Celia, la voluntaria de Greenpeace que habló en Repsol no estaba sola. Representantes de Oxfam y Finanzas Éticas también hicieron sus preguntas. A las puertas de cada junta de accionistas esperan los demás ciudadanos dedicados a la defensa del medio ambiente o los derechos humanos, conmovidos por la templanza y sangre fría de sus compañeras portavoces. Y no solo eso.
Como prueba de lo sofisticada que puede ser hoy día la lucha por los derechos sociales o laborales, los activistas de Berlín y Madrid, de Europa y Latinoamérica se cuelan en las juntas de accionistas de las multinacionales y al mismo tiempo interponen denuncias legales. Agotan los recursos judiciales de cada país donde ocurren injusticias y después los llevan a los tribunales y organismos internacionales.
En el caso de Bayer, los ejecutivos no solo tuvieron que escuchar a activistas de Europa y América del Sur. Varias organizaciones de abogados y científicos han presentado una queja ante el Punto Nacional de Contacto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en Alemania. Lo que obligará a la empresa a responder por el impacto que están teniendo sus productos en la vida y en el medio ambiente de países como Brasil, Paraguay, Argentina, Bolivia y Uruguay.
“El mundo tiene que saber lo que sufren los pueblos del Cono Sur por la responsabilidad de las grandes agroquímicas”, afirma Shneider. Por su parte, la empresa alemana asegura en sus comunicados oficiales que sus productos se elaboran con estudios de seguridad que aplican las directrices internacionales de la OCDE y que no tendrá inconveniente en participar de la mediación que haga este organismo.
Accionistas por el cambio
¿Cómo logra alguien contrario a los intereses de la administración de una empresa multinacional hablar ante sus directores y accionistas? Pues resulta que existe una asociación europea llamada Shareholders for Change (Accionistas para el cambio) que impulsa algo bautizado como: activismo accionarial. Los 15 miembros de la red gestionan unos 35.000 millones de euros en activos de grandes empresas, la mayoría en Europa. Con ello, logran presentar resoluciones y votar en juntas generales anuales o formular preguntas a las compañías. Desde 2018 realizan unas 150 acciones como estas por año.
“A través de una asociación de accionistas críticos tenemos la posibilidad de hacer intervenciones y presentar los temas más críticos que no estarían cubiertos en la Asamblea”, dice la activista alemana Schneider. El primer objetivo de la red es organizar la participación colaborativa en las juntas anuales de accionistas de empresas europeas. Así como la votación coordinada o la presentación de preguntas sobre tres ejes: derechos de los trabajadores y derechos humanos, justicia fiscal y emisiones de CO2 y cambio climático.
Este movimiento comenzó en EE. UU. con la guerra de Vietnam (1955-1975), cuando las familias que protestaban contra la guerra y el envío de sus hijos a ella se dieron cuenta que con sus acciones en bolsa financiaban empresas que se lucraban con ese conflicto. Así fue que decidieron retirar sus ahorros de esos fondos, generando presión al Gobierno desde el sector financiero.
Otro antecedente son los movimientos para desfinanciar empresas que colaboraban con el régimen de apartheid en Sudáfrica, y tuvo su punto álgido más reciente cuando las protestas de “Ocupy Wall Street” de 2017. Y aunque Wall Street sigue siendo el mercado donde más protagonismo tiene, su presencia en Europa es cada vez más importante. Y el foco es cada vez más el medio ambiente.
La española Fundación Finanzas Éticas es una de las siete fundadoras de Shareholders for Change, la asociación a la que se refería Schneider, y suma a accionistas comprometidos con el desarrollo de mercados financieros sostenibles y una economía global alineada a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). En España han intervenido en otras grandes compañías como Inditex, Caixabank, Santander, Iberdrola o Indra.
“El dinero atraviesa nuestras vidas, lo utilizamos cada día, en todas partes. ¿Significa esto que es neutral? ¿Todas las finanzas son iguales?”, se pregunta la Fundación en sus vídeos promocionales. La respuesta es que no, porque hay algunas que sí se fijan en criterios sociales y ambientales para orientar sus decisiones y no solo el rendimiento económico. Esas son las que describen como “finanzas éticas”.
“No somos inversionistas. Somos accionariado crítico. Lo que hacemos es comprar el mínimo de acciones necesarias simplemente para poder participar en las juntas de accionistas y estudiar sus informes de impacto y comparamos y conocemos las leyes”, cuenta a América Futura Jordi Ibáñez, director de la Fundación.
Estas entidades no financian proyectos que vulneren los derechos humanos, sociales y ambientales. Por ejemplo, no apoyan la fabricación de armamento ni la destrucción del planeta y sí iniciativas que mejoren la vida de las personas. “Es posible que la empresa no cambie con nuestra intervención, pero, aunque no consigamos cambios concretos se genera un estado de opinión, nos escuchan no solo la empresa, también los responsables políticos, el mundo financiero y el resto de inversiones. Y ven que no le pueden tomar el pelo a la gente”, explica Ibáñez.
Cuidar a las personas, y no solo los dividendos, también mejora la economía.
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