Redacción: Amairany Ramírez
México está en el ojo del huracán del cambio climático. Con el 71% de su territorio vulnerable a los efectos de un clima cada vez más extremo, y más de 1,800 de sus municipios bajo amenaza, la realidad del calentamiento global no es una teoría lejana, sino una vivencia diaria que golpea con fuerza a comunidades y ciudades por igual. Sequías devastadoras, olas de calor implacables y ciclones tropicales más intensos se han convertido en la nueva normalidad, poniendo en jaque la seguridad hídrica, alimentaria y la vida misma de millones de personas.
La situación es crítica: tres de cada cuatro parcelas de maíz, un alimento fundamental en la dieta mexicana, dependen de las lluvias y están expuestas a sequías severas. Además, nuestro país se calienta a una velocidad superior al promedio mundial, y las desigualdades sociales ya existentes —como la pobreza o la falta de servicios— no hacen sino agravar los riesgos. Lugares como Oaxaca y Guerrero, donde la agricultura de temporal es el sustento principal, ven a más del 75% de sus municipios en una situación de alta o muy alta vulnerabilidad.
Pero en medio de este panorama desafiante, una historia de resistencia y adaptación florece desde abajo. Son las comunidades, con su ingenio, memoria y trabajo colectivo, las que están sembrando resiliencia. Esta adaptación va más allá de las políticas públicas; es una forma de vida, arraigada en saberes ancestrales y sostenida por la cooperación.
En la Huasteca Potosina, por ejemplo, se están recuperando técnicas agrícolas tradicionales. Imagina campos de maíz que se siembran junto a árboles frutales; esta práctica no solo conserva la humedad del suelo, sino que también aumenta la capacidad de la comunidad para producir sus propios alimentos y protege la biodiversidad local. En Oaxaca, los pueblos Ayuujk, guardianes de sus milpas y de una profunda conexión con la tierra, están demostrando cómo la organización es clave. A través del tequio, el trabajo colectivo comunitario, impulsan acciones como la recolección de agua de lluvia, la reforestación con especies nativas y la rotación de cultivos, incluso frente a proyectos extractivos que amenazan su entorno.
Estas prácticas agroecológicas, a menudo combinadas con un monitoreo climático hecho por las propias comunidades, han demostrado ser increíblemente efectivas, llegando a reducir las pérdidas por sequía hasta en un 40% en proyectos apoyados por la FAO en Oaxaca y Chiapas. Se trata de producir sin agotar la tierra, respetando los ciclos naturales y recuperando esas semillas nativas que, generación tras generación, han probado ser más resistentes al calor o a la falta de agua.
La resiliencia no es exclusiva del campo. En Sonora, ante el avance del desierto, ejidos enteros han formado comités para vigilar el agua, reforestar con especies locales y almacenar agua de lluvia en “ollas” comunitarias. En las costas, ciudades como Cancún y La Paz, vulnerables al aumento del nivel del mar, están invirtiendo en sistemas de drenaje sostenibles y creando barreras naturales con manglares. Y en la bulliciosa Ciudad de México, varias colonias están construyendo azoteas verdes y sistemas para captar el agua de lluvia, apoyados por colectivos locales. De hecho, grandes ciudades como CDMX, Guadalajara y Monterrey han lanzado más de 60 proyectos de infraestructura verde y adaptación en los últimos años.
A pesar de estos esfuerzos inspiradores, las comunidades enfrentan desafíos significativos. Uno de los mayores es la falta de acceso a un financiamiento adecuado. Además, la incertidumbre en las proyecciones climáticas puede generar dudas sobre la viabilidad de las soluciones locales, que a menudo se centran en resolver problemas inmediatos y tienen un alcance geográfico y temático limitado.
Para superar estos obstáculos, expertos señalan que es fundamental involucrar a nuevos sectores, asegurar el acceso a recursos económicos, empoderar aún más a los actores locales y generar más pruebas y evidencias a partir de los casos de éxito ya existentes. La colaboración internacional también juega un papel importante. Países como Canadá, Estados Unidos y México ya trabajan juntos, compartiendo mejores prácticas y recursos para fortalecer la resiliencia de nuestras comunidades y ecosistemas compartidos.
En definitiva, México es un testimonio vivo de la adaptación. Aquí, la resiliencia tiene rostro, historia y raíces profundas. Es una voluntad inquebrantable de resistir, transformar y seguir sembrando vida, incluso cuando el clima ya no es el mismo.
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