Redacción: Fer Valdep
Los océanos ya no son el “vertedero infinito”: un amplio abanico de contaminantes —desde plásticos hasta la contaminación lumínica y acústica— está alterando ecosistemas marinos, acumulándose en fondos y cadenas tróficas con impactos directos en la biodiversidad y la salud humana. La presencia de microplásticos en zonas remotas (como la isla Henderson o la fosa de las Marianas, a 11 km de profundidad) y en costas muy transitadas revela que el problema es global y persistente.
La producción humana de plásticos, iniciada hace alrededor de un siglo, ha alcanzado dimensiones colosales: se calculan cerca de 500 millones de toneladas al año, de las cuales solo el 9% se recicla. Grandes parches de basura y residuos flotantes coexisten con redes fantasma y bolsas que terminan en el estómago de tortugas y aves marinas.
Estudios recientes mencionan que, si antes se pensaba que 20 ríos concentraban la mayor parte del aporte plástico, hoy se estima que más de 1,000 ríos aportan el 80% de los vertidos, con los ríos urbanos pequeños siendo especialmente problemáticos.
La contaminación química también deja huellas profundas: vertidos de fertilizantes y productos industriales generan proliferaciones de algas que consumen el oxígeno y crean zonas muertas, como la que forma el río Mississippi en el golfo de México —equivalente al tamaño de la Comunitat Valenciana—, o los recurrentes florecimientos que han degradado el Mar Menor en España. Además, la comunidad científica alerta sobre los PFAS —compuestos que se acumulan en organismos y ya se encuentran presentes en sangre humana y animal— con posibles consecuencias para la salud. Históricas regulaciones como el Convenio de Londres (1972) y su Protocolo (2006) marcaron pasos importantes, pero el control y la implementación continúan siendo un reto.
Aunado a lo vertido, hay que tomar en cuenta que la contaminación lumínica y acústica altera comportamientos y ciclos biológicos. Las luces costeras interfieren con ritmos circadianos y procesos reproductivos de peces y otros organismos —en casos extremos impiden la eclosión de huevos—; el ruido de sonares, plataformas y motores afecta la comunicación y la ecolocalización de cetáceos y delfines, comprometiendo su alimentación y migraciones. Estas formas de contaminación, menos visibles que los plásticos, contribuyen a desequilibrios ecológicos complejos.
Frente a esto, la solución es posible, pero exige cambios sistémicos: desde reducir la producción masiva de plásticos y mejorar drásticamente las tasas de reciclaje, hasta reforzar la fiscalización de vertidos y adoptar políticas coherentes.
Las iniciativas civiles (limpiezas voluntarias, campañas de sensibilización) y tecnológicas (captura de plásticos en ríos) muestran impacto local, mientras que la diplomacia global avanza. En marzo de 2022 la ONU inició el proceso para un tratado vinculante sobre contaminación por plásticos. La próxima sesión para avanzar en ese instrumento legal está programada en Ginebra del 5 al 13 de agosto de 2025.