Redacción: Naomi Vargas

Las sequías dejaron de ser un fenómeno lejano ligado únicamente al campo. En las últimas décadas, comenzaron a instalarse en el corazón de las ciudades, modificando rutinas, servicios, economía y hasta el comportamiento social. Las llamadas “sequías urbanas” son una consecuencia directa del cambio climático combinado con un crecimiento urbano que consume agua más rápido de lo que los ecosistemas pueden reponerla. No se trata solo de falta de lluvia: es un desbalance entre lo que extraemos y lo que la naturaleza puede ofrecernos.
El aumento de las temperaturas ha intensificado la evaporación de ríos, presas y lagos, justo cuando la población urbana exige más agua para uso doméstico, industrial y comercial. En muchas ciudades, la infraestructura hídrica fue diseñada para un clima que ya no existe, lo que provoca fugas, pérdidas y mala distribución. A esto se suma que el concreto y el asfalto eliminan superficies de absorción: cuando llueve, en lugar de filtrar, el agua corre hacia drenajes y se pierde en el sistema, impidiendo que los mantos acuíferos se recarguen.
Adaptarse implica dejar de ver el agua como un recurso ilimitado. Una de las estrategias más efectivas es la captación de agua de lluvia en edificios, escuelas y espacios públicos. La tecnología es simple: canaletas y filtros que almacenan la lluvia para uso doméstico. Esta acción ya se aplica en ciudades como Ciudad de México, São Paulo y Barcelona con resultados positivos, reduciendo la demanda del sistema público. Otra alternativa es la infraestructura verde, que incluye áreas permeables, parques hundidos y jardines de lluvia, capaces de captar agua y regresarla al suelo en lugar de enviarla a drenaje.
La reutilización del agua también es clave. Tratar el agua gris —la que proviene de lavabos, regaderas o lavadoras— para riego o limpieza permite reducir hasta un 50% el consumo doméstico. Algunas ciudades han comenzado a cambiar sus sistemas de alcantarillado por redes de doble uso: una para agua potable y otra para agua tratada. Pensar en reusar ya no es una medida extrema, sino una forma moderna de gestión.
Pero la adaptación no es solo infraestructura: también es cultura. La ciudadanía tiene un papel central en la gestión del agua. Cambiar hábitos —reducir tiempos de ducha, recolectar agua mientras se calienta, priorizar electrodomésticos eficientes— tiene un impacto real cuando millones de personas lo aplican. En ciudades donde el agua es escasa, cada litro cuenta, y la conciencia colectiva se convierte en política pública cuando las personas exigen soluciones sostenibles.
Las sequías urbanas ponen en evidencia algo que habíamos olvidado: las ciudades dependen de los ecosistemas. Adaptarse no significa aprender a vivir con menos, sino aprender a usar mejor lo que tenemos. El futuro del agua será urbano, y nuestra capacidad de innovación y colaboración determinará si ese futuro es de crisis o de resiliencia.
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